La fábula de la charcutera
Érase una vez una hermosa doncella que trabajaba como charcutera.
Sí, charcutera de una charcutería. Esa que ha aparecido en tu mente y te ha llevado directamente al banco en el que las piernas no te llegaban al suelo y observabas todo lo que te llamaba la atención de ese lugar mientras tu madre hablaba y hablaba (según tu visión) sin descanso. Con ese olor. Justo ese.

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Bueno, a la fábula…
La gentil dama, en su deseo de mostrar su implicación con cada tarea que acometía, de demostrar su valía y su gran capacidad de entrega… cada vez que un cliente llegaba a su charcutería y le pedía 100 gramitos de jamón del güeno, ella, muy amablemente, le servía el jamón solicitado. Pero no contenta con darle lo que había pedido, le añadía casi 100 gramos más (así, abundante, le gustaba decir a ella), le liaba dos o tres salchichas frescas en un papel y cogía del cajón de las nueces un buen puñao para incluirlas en el lote que le entregaba, con su mirada sedienta de amor (y validación), a sus clientes.
Todo esto con una sonrisa enorme que, ni la preocupación por pensar en cómo se las iba a apañar para compensar la falta y que, al final de la jornada, le llegara a ella para comer, lograba empañar.
Para algunos de sus clientes, la algarabía al recibir el regalo no tenía parangón. Las palabras bonitas de agradecimiento e ilusión llenaban el corazón de nuestra charcutera. Y así, no sólo ese cliente repetía cada día, si no que se encargaba de compartir las bondades de esta charcutería con más y más compañeros y amigos.
Entre todos ellos, había algunos que, amablemente le daban las gracias el primer día que recibían sus extras. Pero en los días posteriores, le indicaban que no necesitaban tanto y que mejor se lo guardará para otros clientes que lo necesitaran más. Esto no perturbaba el ánimo de nuestra charcutera, además esta actitud le dejaba un poco de respiro. Empezaba a estar un poco apurada, las cuentas de lo que entra por lo que sale, empezaban a tambalearse y estos clientes le permitían equilibrar.
Para algunos otros, recibir semejante dosis extra en su petición suponía todo un desafío. Ellos, no se sentían merecedores de tales atenciones, así que sentían una profunda deuda con ella. En el fondo, se parecían mucho a nuestra charcutera. Curiosamente, algunos de ellos no volvían más, y para no herir sus sentimientos, pasaban por otra calle para ir a comprar a alguna otra charcutería del lugar. Lo peor para nuestra charcutera, venía cuando alguno de los clientes a los que ella había agasajado, le “devolvían” el exceso.
Así, en la panadería de en frente de nuestra charcutería en cuestión, un lozano mozalbete llamado José María, “Chema El Panadero” para los amigos del lugar, esperaba cada día por nuestra charcutera.
Cuando ésta acababa su jornada por la mañana, cruzaba rápidamente a comprar el pan. Con el pan solicitado, Chema añadía un bollo preñao y una casadiella (no me preguntes porque en esta aldea tan lejana se daban de regalo algo tan típicamente asturiano). Nuestra charcutera se ponía de todos los colores, se sentía terriblemente incómoda cuando la atención y la dedicación se depositaban en ella. Chema, por el contrario, respiraba tranquilo. Había compensado la atención que él mismo había recibido días antes. Una suerte de competición por ver quién da más y quién devuelve el favor antes.
Tal era la presión por ver quién daba más, que los dos dejaron de frecuentarse sin que, a fecha de hoy, ninguno de los dos supiera muy bien por qué.
El vacío
En todo este transcurrir, tal fue la cantidad de personas que a través del boca a boca iban llegando a su charcutería y a las que además de su petición ella colmaba con sus extras, que la pobre charcutera comenzó a sentir un gran vacío. Por fuera y por dentro.
Tanto es así, que alguno de los clientes le suplicaba que no le diera el añadido. Que él tenía bastante con lo que había pedido. Que se lo quedara para ella.
Ni con esas bastaba, ella seguía y seguía dando de más. Si se lo daba al que no lo merecía, ¿como se lo iba a quitar a quién se preocupaba por ella?
Pero todo tiene un límite, y nuestra charcutera un día se rompió. De tanto vacío, de tanta entrega, se desplomó. Así que, ese día alguien que la quería mucho, le dijo… “Charcuterina de mi corazón, no puedes seguir dando sin medida a quien lo merece y a quien no, porque acabarás mal. Debes aprender a decir que no a los demás. Y si lo prefieres, debes empezar a decirte que si a ti ” (el amigo se ve que era coach motivacional, o peor aún, cuentan las malas lenguas que era psicólogo…)
Los límites
Y así hizo. A la mañana siguiente, nuestra charcutera, harta, tras haber tocado fondo, sintiéndose furiosa y frustrada, al primer cliente de los que al inicio tanto la adulaba que apareció, le espetó un…”Hoy te daré solo lo que me pides“.
¿Adivinas que hizo el cliente (el jefe)?
Se enfureció. Se lo exigió. La amenazó con no volver más. Con decirle a todos los clientes que él le había traído que jamás volvieran. Que quien se había creído y que ella antes no era así.
¿Adivinas qué hizo nuestra charcutera?
Lloró, lloró y lloró. Se culpabilizó, siento un terror en todo su cuerpo con tan sólo imaginar que todos la dejarían de querer, que sus clientes le darían la espalda y sentía que ella sola no sería capaz de nada. A la vez se maldecía una y otra vez por haber sido tan tonta. Y a la vez, fantaseaba con la idea de volver a las andadas y volver a sacrificarse una vez más para dar y dar y compensar su falta.
Las consecuencias
Hay algo realmente cruel en el mecanismo que hace que nuestras charcuterinas y panaderinos particulares acaben por culpabilizarse cuando (ya exhaustos) piden que les sea devuelto lo que jamás deberían haber dado.
Es perverso que tras tanto abuso por parte de quien recibe, ellos no sólo no encuentren agradecimiento ni reconocimiento, sino que se enfrentan al reproche, a la exigencia, a la desaprobación y a la crítica. A la amenaza y al inicio de una relación desigual y tóxica en el peor de los casos.
Es maligno que ese perfil de cliente exigente cuando pierde sus beneficios quiera seguir llevando a nuestra charcutera a su estado original (que a todas luces está acabando con ella). Que el mismo veneno que usó para adular cuando le convino, lo utilice ahora para destruir cuando ya no le sirve.
Y peor aún, hay algo de humillante y de elevada sensación de indefensión, cuando nuestra charcutera, descubre atónita, que a la charcutera suplente no se le descolocó ni un pelo cuando le dijo al primero que vino con tono exigente: “A mi no me cuentes lo que te daba la otra, esto has pedido, esto te doy”. Alguno agachó la cabeza y nunca más musitó al respecto. Algún otro, indignado nunca volvió. – “Tanta paz lleves como la que aquí dejas” se decía asimismo en voz alta. Y se quedaba tan ancha.
Ni que decir tiene, la sorpresa que generaba en nuestra charcutera, ver la fiesta que le hacían los clientes, cuando la sustituta, decidía obsequiar con algún mínimo detalle la fidelidad de algunos de los mejores clientes.
– “Pero si es la mitad de la mitad de lo que yo les daba…” se decía a si misma, contrariada, la titular.
Moraleja
¿Cómo lo haces? ¿Cómo consigues mantenerte en tu sitio? ¿Cómo haces para que no te afecten las críticas de los clientes? ¿Cómo puedes obtener tan buen balance en la caja?
-“Mira, mi querida Charcutera, hace mucho tiempo aprendí que lo que tú no valoras, no lo valora nadie. Que está muy bien querer que los demás estén plenos, pero no está bien, si para conseguir eso yo me quedo vacía. Que nadie, excepto yo, tiene la responsabilidad de venir a darme de comer. Que cuánto mejor me cuide yo, más me cuidará el resto”.
Hay algo realmente revolucionario y bonito en ver cómo nuestra charcutera empieza a entender que nadie te querrá más por darle más. Que nadie te valorará por tus excesos, tus sacrificios y tus abnegaciones. Que quien bien te quiere, te quiere bien.
Y que quien te exige, te exprime y abusa de ti no merece ni tus excesos de atención, ni tu búsqueda de reconocimiento en él ni tu tristeza ahora que te ha dejado de lado porque ya no eres capaz de darle lo que le dabas siempre.
Sirva esta fábula para entender que ella tiene un trabajo duro que hacer para conseguir lo que ha visto hacer a la charcutera suplente, pero que no podemos dejar que toda la responsabilidad recaiga sobre ella.
Que todos, en algún momento, hemos sido o podemos ser el cliente tirano. Que hay personas que no son capaces de medir, y que nos corresponde a nosotros vigilar que por disfrutar de los privilegios que nos ofrecen no les estemos dejando a ellos sin comer.
Déjale un mensaje a nuestra charcutera. A ver si entre todos logramos hacerle ver que ella ya es merecedora de todo nuestro amor y reconocimiento solo por ser. Que no necesita renunciar a ella para darse a los demás en la búsqueda del amor que ella aún no es capaz de darse.
Porque lo tiene tan cerca, tan en su interior que ni siquiera es capaz de verlo.
PD: Con todo mi amor a todas las personas que acompaño en su duro de camino de aprender a poner límites.
Podría decirte muchas cosas, pero esta vez solo GRACIAS.
Un abrazo de los que te aprietan y te ayudan a soltar.
Ufff …muy duro de leer,pero necesario. Tu sabes bien por qué. GRACIAS
Gracias por compartir esta fabula
El Valor es lo que somos; cuando no lo reconocemos, lo mendigamos, nos vendemos, nos ponemos precio, nos esclavizamos.
Gracias por exponer algo que vamos heredando y donando, comprando y reproduciendo. Sólo quien sabe cómo se mueve, quien se atreve a mirar de cerca y airear lo estanco y oscuro en sí mismo, deja de donarLo y, en su lugar, nos Regala a Tod@s, la mejor de las herencias: su Libertad, florecida de su Cuido, de su Valor reconocido, desde donde todo límite es recibido, explorado, honrado y disfrutado.
Gracias Carmen.
Que bueno, te aprietan y te ayudan a soltar. Buenissimo!!!! Gracias por compartir.